Cada día pasamos un buen rato abrazados. A veces porque llora, otras porque ha mamado y tiene que echar el eructo y muchas... porque nos gusta. Hoy estuvimos así mucho rato. El peque se durmió contra el pecho. Me senté en el sofá. Su cuerpecito se levantaba al ritmo suave i constante de mi respiración. Su oído contra mi pecho, recibiendo el golpeteo mecedor de mis latidos. Su manita se aferraba a mi camiseta. Me sentía inmensamente feliz, con esa felicidad antigua, natural. Me vi como aquellos animales que abrazan a sus crías y las llevan aferradas a su pecho. Me sentí reencarnado en koala, fundido, como si su cuerpo fuera una prolongacion del mío.
Por la tarde salí a pasear nuevamente con Martí colgado literamente al pecho, estrenando mochila, una especie de marsupial humano. Fue un paseo fundido en un abrazo, cuerpo contra cuerpo, latido contra latido, calor corporal que nos unía.
Ahora mientras escribo echo de menos esos abrazos pero se que volveran, afortunadamente no tardaran en volver.
Por la tarde salí a pasear nuevamente con Martí colgado literamente al pecho, estrenando mochila, una especie de marsupial humano. Fue un paseo fundido en un abrazo, cuerpo contra cuerpo, latido contra latido, calor corporal que nos unía.
Ahora mientras escribo echo de menos esos abrazos pero se que volveran, afortunadamente no tardaran en volver.
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