Dos es mejor que uno, dice la máxima popular, aunque yo siempre estuve convencido que para algunas cosas es mejor estar solo. Una de ellas - perdonadme mi sinceridad escatológica- es ir de vientre. Desde que deje de gritar MAMAAAAA hará ya unos treinta años para que mi progenitora me viniera a limpiar al traserito después de mi deposición y a la que esperaba en posición atlética con la cabeza casi tocando el suelo y el culito em pompa, pensé que este momento era mío y sólo mío. De hecho nunca volví a plantearme la idea de compartir este momento ni con el mejor de mis amigos ni con mi mujer, carne de mi carne. Pero lo que yo no sabía es que la paternidad esconde, a veces, misterios nunca escritos y uno de ellos es el no cagar solo. No es una situación buscada, ni mucho menos. No es un ¡Hala, vamos todos al retrete! Es más bien no encontrar el momento adecuado, querer supervisar al peque cuando pasas la tarde con él y acude la urgencia. La mayoría de las veces lo dejo entretenido con sus juegos, la tele, sus carreras por el pasillo y con casi disimulo me marcho al lavabo esperando que no se dé cuenta. Pero el pequeño es avispado y ahora ya sabe abrir puertas, así que al minuto se oyen golpes en la puerta, empujones y aparece él victorioso en el baño después de sortear barreras mientras lo miro sentado desde mi trono blanco. Irremediablemente sigo mi tarea pero ya no solo, es cuestión de dos, es lo que nunca pensé que haría, cagar en compañía.
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